He quemado todos mis poemas muchas veces, los
que tenga a la mano, algo me dice que ahí es a donde pertenecen. Una tarde, en
la playa, dos libretas: crujía la madera al viento, la cabaña entera crujía,
por los mínimos resquicios se colaban torres de luz que mostraban un
microcosmos de polvo y partículas en eclosión; yo estaba solo, en ese momento
nadie me amaba. En una mesa descansaban unos cigarros y mis cuadernos – eran un
testimonio inocente de mi decisión de dejar este mundo, empezando por este país
– y por supuesto, una caja de cerillos.
Hay algunos que persiguen la verdad, otros la
felicidad, o la comodidad, yo persigo la belleza, si veo la ocasión de un
festín estético me lanzo como una bestia poseída, tirando todo lo que esté a mi
paso, y engullo ese pedazo de belleza hasta atragantarme. No podía dejarlo
pasar, salí, el pueblo seguía ahí: encendí un cigarro, y otro cerillo; palabras
dadas al fuego, asegurándose un lugar en el otro mundo las brasas salpicaban
espermatozoides fulgurantes que habían venido a este preciso espacio del
universo sólo para arder un instante. Historias y poemas, diarios, consumidos por
el fuego. Lo he hecho muchas veces, y no pienso dejar de hacerlo. De cualquier
forma en este mundo hay un exceso de palabras, la música sobra, todos
deberíamos de callarnos un instante. Con un poeta por generación bastaría, y lo
demás al fuego.