jueves, 1 de agosto de 2013

Escaques negros

Por fin se ha quedado dormida, acurrucada entre papeles, probablemente soñando. Le doy las buenas noches y me escabullo hasta el pequeño estudio. La página en blanco, una taza de café y cigarros, muchos cigarros, a un lado de la máquina los maestros también duermen; ahí descansan Arreola y su bestiario, Bolaño con sus muertas, Borges y todos los poetas; domadores de tigres, timadores de la muerte, cogen al toro por los cuernos y a la locura por los huevos.

 Tengo que escribir sobre la muerte, es casi tautológico, como decirle a un loco – Oiga usted, abísmese por favor, divague. Imitando a los primeros clásicos escribo sobre las piedras, paso las noches tallando palabras en rocas oblongas que a menudo la gente confunde con lápidas, creen que los versos son epitafios y que tengo unas ansias tremendas de morir, o que estoy totalmente ido, acumulando tumbas, desesperado por elegir el epitafio adecuado. Ignoran que sólo soy un poeta menor aterrado por la brevedad, y que el verdadero epitafio lo cargo a todas partes, junto al certificado de donación de órganos.

Más piedras para la posteridad, para mi muerte unas palabras de advertencia y una pregunta ¿Juegas? – dice y se lame las garras, dispone los símbolos y da cuerda al reloj. La parte oscura, la parte jodida, maldita, el otro lado. Dama negra. Algo está a punto de suceder en el tablero, su sombra proyecta una catástrofe, la complejísima estructura que soporta variaciones infinitas está a punto de caerse por un mínimo desequilibrio, un movimiento discreto, casi imperceptible, nada espectacular: un peón captura a otro – No la vi – susurro.

 Algunas noches bebemos juntos, agazapados en el silencio, decimos lo justo y necesario. De repente, por más que quiera ocultarlo, la angustia se apodera del animal. Huele a la muerte colarse por debajo de la puerta, la mira trepar las paredes, olisquear cada rincón, restregarse contra los muebles, contra los libros rojos, Bolaño fumando. Cuentos. – En cuanto a nosotros, la muerte pasa de largo, evidentemente nota nuestra presencia, pero como dicen, no somos nada para ella, significamos menos que las cosas que nos rodean, pone más atención en el cenicero y en el bote de basura; a pesar de tanta trascendencia, de las oraciones milenarias, alabanzas y pleitesías, tantas lágrimas y suplicios, todo el arte acumulado ignorado al final por su destinatario. Esto no lo digo yo, lo dice ella, yo por su puesto no puedo verla.

 Con la severidad de un suicida hago como que hablo con los muertos. Finjo que invento un animal repugnante que parece mi mala consciencia, la insana razón que juega mejor al ajedrez. En realidad hablo solo, es lo único que puedo hacer, seguir colmando los espacios disponibles con palabras, aportar ruidos a la noche, justificar mi existencia, decir: aquí estuve, señores, la noche en que el mundo enmudeció.